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Dos estilos, asertivo y enfático, y su mal uso

ESTILO ASERTIVO.

Es corriente que el estilo de los relatos peque de asertivo. Y a veces, sí es preciso afirmar o negar, sin más melindre ni más rodeo. Pero en general los matices, los casi, quizás, un aire de indecisión en la voz del narrador, contribuyen en mucho a la verosimilitud de la historia. “Casi, a veces, un poco, quizá, parecía, como si fuera…” mejor que esos: “siempre, todo, sin duda, era…”.

Si cuento la historia de un personaje bondadoso es probable que acabe relatando eso: las desdichas de una virtud a prueba de balas. Y a lo mejor, si soy hábil, consigo que cuele. Pero es difícil. Una historia así —el bueno, el malo, el tonto, el listo— se ajusta poco a nuestra experiencia. Un personaje bondadoso que tiene, en cambio, un punto débil, es mucho más creíble y de paso aviva la narración. Un relato que viene a confirmarnos lo que ya sabíamos —”X es un santo”— cae en lo monótono. Pero si partimos de “X es casi un santo”, “parece santo”… si planteamos la historia a partir del casi, de lo que viene a poner a prueba su santidad, ya tenemos un núcleo dramático, un foco de acción y de interés.

ESTILO ENFÁTICO.

Otro fallo es el estilo enfático. Y aunque se trata de un error con cierto pedigrí —por lo común denota riqueza de vocabulario y capacidad verbal— conviene evitarlo a toda costa. Nos referimos principalmente a la exageración. Por ejemplo: “Aquel grito le sobresaltó”, “Sus entrañas se estremecieron ante aquel alarido sobrecogedor que desgarraba sus tímpanos.”

Cuando se busque algún efecto de relieve habrá que trabajar a partir del contraste. Para que el lector escuche ese grito, por ejemplo, conviene jugar, desde unas frases antes, con sonidos muy leves: el roce del visillo en una ventana, el tic-tac apagado de un reloj…

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