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¿Cuándo surgió la autopublicación?

Jane Austen, Edgar Allan Poe, Federico García Lorca o Carmen Laforet son algunos de los escritores rechazados por las editoriales que tuvieron que acudir a este sistema

Debatir sobre la edición en la antigüedad clásica es un error, ya que se sostiene en una afirmación poco sólida debido a la ausencia práctica de libros impresos en ese periodo. En su lugar, se empleaban papiros, pergaminos y tablillas, los cuales desempeñaban funciones análogas.

Asimismo la noción de autoría en la antigüedad resulta difusa, lo que complica la identificación de casos en los cuales los propios autores escribieran, copiaran y distribuyeran sus libros. Aunque existen figuras que se asemejan a los editores modernos, estas se identifican más bien con «emprendedores» que, a través de esclavos, se encargaban de copiar y distribuir documentos producidos por los autores de la época. La fiabilidad era cuestionable, ya que existen testimonios de autores que se quejaban de este proceso comercial en el cual, además de no recibir compensación económica, las copias de sus obras presentaban imprecisiones o licencias que, especialmente en textos polémicos, avivaban las rivalidades entre los pensadores contemporáneos.

En la Edad Media, los ejemplos de autores que se autoeditaban eran escasos, prácticamente nulos, debido al estricto control eclesiástico sobre el sistema editorial. Es con la llegada de la imprenta cuando asistimos a un cambio significativo en la historia de la autoedición, permitiendo que un reducido grupo de autores y autoras, hoy reconocidos en nuestro canon literario, decidiera asumir los roles de autor y editor.

Si vamos un poco más allá, y nos detenemos en la Edad Contemporánea, comienzan las primeras sorpresas. Y es que figuras de la altura de Jane Austen o Emily Dickinson comenzaron sus carreras literarias mediante la autopublicación. Una decisión totalmente comprensible en sus casos, ya que, además de la siempre condicionante alfabetización, se enfrentaban a un control patriarcal en el ámbito editorial, donde las voces femeninas eran silenciadas a menos que se alinearan con el sistema establecido.

«¡Oh, capitán, mi capitán!»

Entre los escritores masculinos que se aventuraron en la autopublicación, cabe destacar al poeta Walt Whitman, que aunque en la actualidad es una referencia de las letras estadounidenses —sus versos «¡Oh, capitán, mi capitán!» son conocidos en todo el mundo—, en sus inicios no lo tuvo fácil. Otros autores reverenciados en Estados Unidos que hubieron de pagarse sus primeras publicaciones fueron Edgar Allan Poe —concretamente su primera colección de poemas— y Mark Twain —su obra más conocida, Las aventuras de Tom Sawyer, vio la luz en 1876 bajo el sistema de autopublicación—.

Y es que, en términos generales, los autores autopublicados del siglo XVIII y XIX son figuras cuyas obras fueron rechazadas por las editoriales. Resulta sorprendente en la actualidad que alguien renuncie a En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, pero también es cierto que las historias de rechazo editorial forman parte de la mitología literaria, a lo que muchos autores se aferran cuando su trabajo es constantemente ignorado por el mercado y el público en general.

En el siglo XX tenemos otros ejemplos de figuras de las letras que debieron poner dinero de su bolsillo para llegar a los lectores. Es el caso de Beatrix Potter, autora e ilustradora de libros infantiles, cuya primera aventura de Peter Rabbit llegó en 1901 en una edición autopublicada; o de D. H. Lawrence, cuya famosa novela El amante de Lady Chatterley fue publicada por primera vez de manera privada en Italia en 1928 debido a su naturaleza controvertida.

En clave nacional

En la literatura española, varios autores han experimentado la autopublicación o han enfrentado desafíos editoriales antes de obtener reconocimiento. Federico García Lorca, por ejemplo, autopublicó su primer libro de poesía, Impresiones y paisajes, en 1918. Carmen Laforet tuvo dificultades para encontrar una editorial dispuesta a publicar su primera novela, Nada, pero finalmente logró la publicación con la editorial Destino en 1945.

José Agustín Goytisolo también incursionó en la autopublicación, lanzando su obra Fiestas de manera independiente en 1956. Por último, Ana María Matute, a pesar de su renombre posterior y el Premio Cervantes, se encontró con no pocos problemas para publicar su primera novela, Los Abel.

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