Adolfo Pérez Sánchez

Nacido en Buenaventura, en la provincia de Toledo, en agosto de 1957.
Un pequeño pueblo de entonces, con sus caminos polvorientos y sus casas encaladas.
Un entorno plácido, lleno de certidumbres, con su miseria soportable y sus vecinos humildes, ocupados en las viñas, los olivos, los rebaños…
Luego fui emigrante en los primeros años sesenta. Nos fuimos a la Francia, tan femenina y próspera.
Allí completé la escuela primaria.
En 1969 volví a España para estudiar el bachillerato en Talavera de la Reina.
Pasada la selectividad, en 1976, fui a la Universidad Complutense para comenzar estudios superiores en su facultad de filosofía. Allí estuve matriculado cuatro años, viviendo de cerca aquellos tiempos convulsos de la incipiente transición.
No conseguí acabar esa carrera por la que mi padre hubiera dado la vida, lo sé, y sufro por ello cada noche. Era demasiado joven, era díscolo, arrogante, algo crédulo; no sabía escuchar, ni siquiera creía que debiera hacerlo, tenía prisa, todavía me pregunto para qué.
Seguramente, no perdí todo el tiempo. ¡Había tanto que aprender!! Además, fueron días que me obligaron a un compromiso continuo, del que nunca me he arrepentido.
Escuché lecciones de maestros que ni había sospechado que existieran, y de genios que me mostraron clara mi ignorancia y me hicieron sentir muy pequeño, bajándome el ego.
Anduve un tiempo en el teatro aficionado. Algo entró en mis alforjas, seguro.
Todo acabó con la matanza de los abogados de Atocha.
La vida se hizo diferente. Hubo que tomar decisiones a la fuerza.
Decenas de trabajos humildes, con mi insatisfacción y mi rebeldía a cuestas, para sobrevivir cada tarde, siempre al límite, al borde de la exclusión.
Ahora sé que tropezar, incluso caer, no conseguirlo, son muchas asignaturas superadas a la vez, toda una carrera, más difícil si cabe que otras, por no estar reglada ni dirigida por ningún tutor; solo la vida ahí fuera esperándote y los otros de J.P. SARTRE para juzgar y estorbar tus sueños.
Y ahora, para terminar, otra vez esta pequeña arrogancia, esta pasión casi pueril de decir cosas, que es como el grito que todo hombre necesita lanzar, aunque enfrente, solo hubiera desierto…

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